11 de junio del 2023
Solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:
Como seguidores de Jesucristo, estamos llamados a emular su amor y compasión por toda la humanidad y, como pecadores, a reflexionar sobre dónde nos hemos quedado cortos. Hoy, vuelvo a abordar el grave pecado del racismo, que continúa plagando nuestra sociedad e incluso nuestra propia Iglesia.
Nuestra fe nos enseña que cada persona es creada a semejanza de Dios y merece ser tratada con igual dignidad y respeto. Sin embargo, no podemos negar que el racismo persiste dentro del Cuerpo de Cristo; él causa un inmenso dolor, división e injusticia en nuestra Iglesia, nuestras comunidades y nuestro mundo.
Filadelfia tiene una larga historia de santos locales que dedicaron sus vidas a luchar contra el racismo y la discriminación, como son san Juan Neumann, santa Catalina Drexel y santa Francisca Cabrini.
A pesar de sus monumentales esfuerzos y del trabajo de tantos otros, este mal continúa envenenando nuestras almas, nuestra Iglesia, nuestras relaciones con los demás y con Dios. El racismo destroza el tejido de nuestras comunidades, obstaculiza nuestra unidad e impide la edificación del reino de Dios en la tierra.
El racismo niega nuestro valor divino y viola la esencia de nuestra fe. No solo quebranta el mandamiento de Cristo de amar a los demás como Él nos ama, sino que también es una ofensa a la presencia de Dios dentro de cada uno de nosotros.
Tan supremo es nuestro mandamiento de amar que el Concilio Vaticano II afirmó: «La relación del hombre con Dios Padre y su relación con los hombres, sus hermanos, están tan unidas que la Escritura dice: ‘El que no ama, no conoce a Dios’» (Juan 1, 4:8) (Nostra Aetate, 5)
El Concilio agregó: «La Iglesia reprueba, como ajena a la mente de Cristo, cualquier discriminación contra los hombres o el acoso de ellos por su raza, color, condición de vida o religión».
De hecho, recordamos que el ministerio de Jesús se centró en los pobres, los cautivos, los oprimidos y los marginados; no solo sirvió a los marginados, sino que ellos también se convirtieron en los mismos instrumentos por los cuales Él difundió el mensaje de salvación y amor para todos.
El racismo no se limita al pecado individual. Nuestro catecismo nos dice que tales pecados eventualmente «hacen a los hombres cómplices unos de otros», creando estructuras de pecado que, a su vez, dan lugar a situaciones e instituciones sociales «contrarias a la bondad divina». (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1869)
Como señalaron mis hermanos obispos en su carta pastoral sobre el racismo del 2018, Abre ampliamente nuestros corazones: El llamado perdurable al amor: «Muchas de nuestras instituciones todavía albergan, y demasiadas de nuestras leyes todavía sancionan prácticas que niegan la justicia y el acceso equitativo a ciertos grupos de personas. Dios exige más de nosotros».
Como católicos, estamos obligados a reconocer que el racismo es una mancha en el Cuerpo de Cristo, y si una parte del Cuerpo sufre, «todas las partes sufren con ella», nos dice san Pablo. (1 Cor 12:26). Eso significa que todo lo que hiere a uno, incluso si no es intencional, es responsabilidad de todos curarlo.
Hago eco de los sentimientos de muchos líderes de la Iglesia a lo largo de los años al ofrecer una profunda disculpa a todos los que han sido heridos por palabras o hechos racistas -sutiles o manifiestos, intencionales o no, pecados de comisión y omisión- en particular aquellos cometidos por miembros de nuestra comunidad de fe. Como el hijo pródigo, hemos pecado contra el cielo y contra usted, y le pedimos su perdón y el de Dios; con la ayuda de Dios, decidimos hacerlo mejor.
Para combatir el racismo, debemos embarcarnos en una jornada de conversión que requerirá reflexión y oración, un firme examen de conciencia y el compromiso para desaprender los prejuicios conscientes e inconscientes que pueden haberse arraigado en cada uno de nosotros.
Lograr esta meta requerirá un arduo trabajo espiritual, por parte de cada uno de nosotros y de todos nosotros. Es importante reconocer que el cambio llevará tiempo, pero eso no debe ser un obstáculo porque sabemos que «nada es imposible para Dios». Nuestra fe se basa en la esperanza, y la esperanza no decepciona.
Comencemos ahora. Durante estos años del Sínodo global, el papa Francisco nos ha llamado a la escucha, el diálogo, la oración y el discernimiento al caminar juntos para construir la Iglesia del mañana; dirijamos estas mismas acciones hacia la erradicación del racismo.
Como siempre, debemos comenzar con la oración. Oramos por la gracia de Dios para transformar nuestros corazones y el mundo que nos rodea; oramos por la conversión de los corazones, para que todos reconozcan este pecado y trabajen para erradicarlo; oramos por la sanación de los heridos por el racismo, para que puedan encontrar consuelo y apoyo dentro de nuestra comunidad de fe; oramos por la guía del Espíritu Santo, para que podamos ser instrumentos del amor y la reconciliación de Dios en el mundo.
Cada uno de nosotros también debe educarse sobre el racismo, su historia y sus efectos continuos. Muchos de nuestros obispos han reflexionado y escrito extensamente sobre esto, más recientemente en Abre ampliamente nuestros corazones.
Mientras oramos y aprendemos, también debemos actuar. Animo a los párrocos a incluir una petición contra el racismo en su Oración Universal y a predicar contra el racismo.
También animo a todos los católicos a buscar la guía y los recursos de la Comisión Ad Hoc sobre Racismo de la USCCB y mi propia Comisión de Sanación Racial, que establecí en 2021 para derramar luz sobre este mal.
Al igual que la Comisión de Discípulos Misioneros, que establecí en 2020, la Comisión de Sanación Racial desea nada menos que una comunidad despierta y transformada. No podemos estar «ardiendo por Cristo» y transformar a otros a menos que nosotros mismos tengamos corazones limpios.
Animo a las comunidades parroquiales a crear oportunidades de encuentro a través de líneas raciales y culturales para comprender y apreciar mejor la riqueza de la diversidad que Dios nos ha otorgado. La Comisión de Sanación Racial desarrollará algunas de estas reuniones, pero la acción parroquial es crucial. Estos eventos y encuentros pueden parecer incómodos al principio, pero estamos llamados a amar a aquellos a quienes no conocemos.
Nuestra comunidad católica debe fomentar una cultura en la que puedan tener lugar conversaciones abiertas y honestas sobre la raza; solo a través del diálogo podemos ser testigos del dolor que ha infligido el racismo, las barreras que debemos derribar y los estereotipos que debemos erradicar. Entonces, y solo entonces, podremos comenzar la sanación que Jesús nos ordena emprender.
Al mismo tiempo, debemos buscar formas proactivas de impregnar a nuestras parroquias, escuelas y organizaciones católicas con un espíritu de pertenencia, donde todos se sientan bienvenidos y valorados.
Profundizando en nuestras comunidades y siguiendo los principios de la Doctrina Social Católica, debemos trabajar para construir una sociedad justa, buscando políticas que desmantelen la injusticia estructural, apoyando a quienes trabajan por la justicia racial y alineándonos con todos los que buscan unir a nuestra familia humana en una manera pacífica y respetuosa de la dignidad de todos.
Que nuestro compromiso de erradicar el racismo sea un testimonio auténtico de nuestra fe católica y un testimonio del poder transformador de la gracia de Dios. Como hijos amados de Dios, que seamos catalizadores del cambio, la justicia y la unidad mientras construimos Su reino en la tierra.
Que la intercesión de nuestra Santísima Madre, que abrazó a todas las personas como propias, nos guíe e inspire en este camino; que su amor maternal nos una en la búsqueda de la justicia, la igualdad y la paz.
Sinceramente en Cristo,
Reverendísimo Nelson J. Pérez, D.D.
Arzobispo de Filadelfia
Jhoselyn Martinez
Communications Specialist
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