El Adviento, más que cualquier otro tiempo del año, es arraigado en la virtud de esperanza.
Para los católicos, el año nuevo real no se inicia el 1 de enero, sino el primer domingo de Adviento, el día en que la Iglesia comienza su nuevo ciclo anual de lecturas de las Escrituras y veneración. El tiempo de Adviento, que deriva de la advenire verbo latino que significa «venir» o «llegar,» tiene un doble propósito: primero, recordarnos el nacimiento de Jesús en Belén, y todo lo que implicaba para la salvación del mundo; y, segundo, prepararnos para la segunda venida de Cristo al final de los tiempos como rey y juez de la creación. Al igual que la Cuaresma, el Adviento es un tiempo de preparación. También como la Cuaresma, el Adviento es un tiempo de penitencia, pero no de la misma manera estricta. Más bien, el Adviento encarna las palabras de la liturgia, que nos recuerdan que «esperamos con gozo» la venida de nuestro Salvador, Jesucristo.
El Adviento es un buen momento para volver a leer la encíclica del 2007 Spe Salvi (Salvados en la esperanza). Es un documento rico y desafiante, no se absorbe fácilmente en una sola sesión. Pero una de sus líneas más importantes se encuentra justo en las primeras frases. El texto nos recuerda que, para los cristianos, la virtud de la esperanza nos permite hacer frente a las cargas de la vida diaria, no importa qué pesadas sean. Nos recuerda que, «… el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino». La fe en Jesucristo nos lleva a esperar por la vida eterna. La vida de Cristo da sentido a nuestras vidas. Si realmente creemos en Jesucristo, vamos a tener confianza en el futuro, no importa cuán sombrío algunos días o algunos problemas parecen. Porque, en definitiva, Jesús ya ha ganado nuestra salvación y la felicidad que viene con ella.
El origen de la palabra «virtud» es revelador; viene del sustantivo latino virtus, que significa «fuerza». La virtud que los cristianos llaman esperanza no es un sentimiento cálido, o un estado de ánimo soleado, o un hábito de optimismo. El optimismo, como el gran novelista católico Georges Bernanos escribió una vez, no tiene nada que ver con la esperanza. El optimismo es a menudo tonto e ingenuo —una preferencia para ver bien donde la evidencia es indiscutiblemente mala. De hecho, Bernanos llama al optimismo «una forma astuta de egoísmo, un método para aislarnos de la infelicidad de los demás».
La esperanza es una criatura muy diferente. Es una elección —una disciplina autoimpuesta a confiar en Dios, mientras que nos juzgamos a nosotros mismos y al mundo con claridad
imperturbable, y no sentimental. En efecto, es una forma de autodominio inspirada y reforzada por la gracia de Dios. «La forma más elevada de esperanza —dijo Georges Bernanos— es la desesperación, superada». Jesucristo nació en un establo y murió brutalmente en una cruz no para hacer un mundo bueno, incluso mejor, pero para salvar a un mundo roto de sí mismo a costa de su propia sangre. Tal es el mundo real, nuestro mundo cotidiano, el mundo de la esperanza cristiana —el mundo del que Spe Salvi habla cuando dice que «Toda actuación seria y recta del hombre es esperanza en acto» y «la grandeza de la humanidad está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad.
En palabras de Spe salvi: «Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo».
A medida que nos preparamos para la alegría de la Navidad de este año, vivamos bien el Adviento y recordemos por qué estamos llamados a ser alegres. En definitiva, la Navidad no se trata de regalos o villancicos o fiestas, aunque todas estas cosas son maravillosas propiamente. La Navidad se trata del nacimiento de Jesucristo, que da sentido y esperanza a un mundo que necesita redención. En él, y sólo en él, está nuestra esperanza.