«Tomás Moro es más importante en este momento que en cualquier momento desde su muerte, aún tal vez el gran momento de su muerte; pero él no es tan importante como él lo será en un centenar de años. Él puede ser considerado el inglés más importante, o al menos el personaje histórico más importante en la historia inglesa. Porque él estaba por encima de todas las cosas históricas; él representó a la vez un tipo, un punto de inflexión y un destino final. Si no hubiera existido ese hombre en particular en ese momento en particular, toda la historia hubiera sido diferente.»
— G. K. Chesterton, 1929
Los católicos celebran la fiesta de santo Tomás Moro, el gran estadista inglés y mártir, el 22 de junio. Pero la fecha real de su ejecución fue hoy, hace 480 años el 6 de julio, en el 1535. Enrique VIII mandó a decapitarlo dos semanas después del asesinato judicial de su amigo y obispo de Rochester, san Juan Fisher. Ambos hombres murieron por negarse a aceptar la degradación del matrimonio del rey al divorciarse de su esposa, Catalina de Aragón y adúlteramente «casarse» con Ana Bolena, que más tarde les siguió los pasos al cadalso.
La diferencia en sus muertes, por supuesto, dice mucho. Moro y Fisher murieron por principio y mantuvieron su integridad; Bolena fue simplemente eliminada.
Es fácil sentimentalizar la vida de Moro. La obra de teatro de Robert Bolt, A Man for All Seasons (El hombre de dos reinos), más tarde una película maravillosa –capta gran parte de la humanidad, intelecto y calidez del santo. Pero también fue un funcionario público resistente en un tiempo amargamente conflictivo desconocido para el temperamento moderno. Moro no murió, como Bolt indica, por la soberanía de la conciencia personal. Esa idea hubiera sido ajena a él. Por el contrario, Moro murió por la soberanía de la verdad cristiana como lo enseña la Iglesia católica, que él vio como accesible a todas las personas y obligando a todas las conciencias. En eso, verdaderamente sigue siendo un santo para nuestros tiempos.
Otros ya han hecho un buen trabajo de deconstrucción de la decisión Obergefell v. Hodges del
26 de junio de la Corte Suprema imponiendo el «matrimonio gay» en la nación. Legalmente incoherente e impresionante en su abuso del poder judicial, tendrá enormes implicaciones para la manera en que los estadounidenses viven sus vidas. Quien se pregunte lo que «igualdad de matrimonio» significa realmente necesita solo observar los efectos secundarios en nuestras leyes, tribunales y las políticas públicas en la próxima década. Las personas que se imaginan inocentemente que la Iglesia podría continuar con su misión social sin la injerencia creciente del gobierno tendrán un infeliz encuentro con la realidad.
Los cristianos tienen una vocación privilegiada de respetar la dignidad dada por Dios a todas las personas, incluidas las personas con atracción por el mismo sexo. Eso es fundamental para el amor y la justicia cristiana. Somos responsables ante Dios por la forma en que tratamos a los demás.
Pero los cristianos también tienen la obligación de pensar con claridad y de vivir, enseñar y trabajar por la verdad sobre la naturaleza de la sexualidad humana, el propósito del matrimonio y la integridad de la familia. Ningún fallo de la corte puede cambiar eso. Y la última cosa que necesitamos de los líderes religiosos –incluyendo católicos– frente a esta decisión del Tribunal Supremo profundamente errónea es debilidad o ambigüedad.
Hace medio siglo, durante el Concilio Vaticano II, el papa Juan XXIII –ahora san Juan XXIII– escribió un texto de gran alcance sobre la naturaleza de la paz. En su 1963 encíclica Pacem in Terris («Paz en la Tierra»), subrayó que la paz en la tierra —suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que —no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios». (PT, 1; énfasis añadido).
Necesitamos considerar cuidadosamente sus palabras. Ningún poder político puede cambiar la naturaleza del matrimonio o rediseñar el significado de la familia. Ninguna campaña de presión, ningún presidente, ningún legislador ni jueces pueden volver a diseñar el plan establecido por Dios para el bienestar de los hijos que ama. Si los hombres y las mujeres quieren paz, hay sólo una manera de tenerla –es buscar y vivir la verdad. Y la verdad, tal como el papa Juan nos dijo hace más de cinco décadas es esto:
«Por lo que toca a la familia, la cual se funda en el matrimonio libremente contraído, uno e indisoluble, es necesario considerarla como la semilla primera y natural de la sociedad humana. De lo cual nace el deber de atenderla con suma diligencia tanto en el aspecto económico y
social como en la esfera cultural y ética; todas estas medidas tienen como fin consolidar la familia y ayudarla a cumplir su misión.» (PT, 16)
No podemos cuidar de la familia tratando de redefinir su significado. No podemos proveer para la familia socavando el lugar privilegiado en nuestra cultura de una mujer y un hombre hechos una sola carne en el matrimonio. Las naciones que ignoran estas verdades –no importa cuáles sus intenciones– están poniendo la piedra angular de la guerra y el sufrimiento. Y esto no es lo que Dios busca para nadie.
Es un buen día, este 6 de julio, para recordar a Tomás Moro y su testimonio. En los próximos años, que Dios nos conceda parte de su integridad, valor y perseverancia. Lo necesitaremos.