Felizmente casado durante 40 años, un amigo mío de Nueva York dice que una de las razones (varias), por la que su matrimonio ha sobrevivido cuando tantos otros han fracasado es un acto de autodisciplina único y simple. Cada día de pago por más de tres décadas, ha llevado a la casa seis rosas para su esposa: a veces tres rojas, a veces tres color de rosa, pero siempre tres blancas; algunas veces se le olvida. En ocasiones ha abandonado el hábito durante meses o incluso un año; pero tarde o temprano siempre recuerda y se obliga a regresar al hábito.
Una vez le dije que usando palabras como «autodisciplina» y «obliga» a regresar al hábito puede sonar nada romántico a los que lo escuchan. Algunos podrían ver el regalo de flores como anticuado y sentimental; pero él sólo se rio. A largo plazo, dijo –si deseas que perdure -son las cosas pequeñas las que cuentan en el matrimonio; las cosas que salpican el inmenso mar que es la vida ordinaria con momentos de importancia y belleza. La pasión viene y va, se aleja y vuelve; el amor debe cultivarse como un jardín, cuidadosa y constantemente; las flores no son mágicas, dijo. Esos momentos no pueden ocultar la falta de sinceridad, ni te van a sacar del apuro si has hecho algo realmente estúpido o malo; pero es el hábito, la simple disciplina de decir sin palabras yo pienso en ti, te recuerdo, te amo, una y otra vez a través del tiempo —y es más poderoso que las palabras— lo que demuestra el sentimiento y funde un corazón humano con otro.
Entonces, ¿cuál es el punto de mi historia?
Como es con las personas que amamos, así es con Dios. Podemos enseñar acerca de Dios con elocuencia y gracia; podemos emplear todas nuestras fuerzas en ayudar a los pobres; podemos cantar sus alabanzas en lenguas de oro –pero si no le entregamos nuestro corazón en el hábito de la oración en silencio, escuchando su voz y colocándonos en su presencia una y otra vez, ya nos apetezca en ese momento no, entonces nuestra fe es sólo un carapacho vacío.
Una cosa inestimable, insustituible, que cada uno de nosotros posee es el tiempo; una vez que pasa, nunca lo podemos recuperar. Cuando ofrecemos nuestro tiempo y nuestro ser a Dios en el hábito de la oración –lo que mi amigo llamaría una simple disciplina— mostramos nuestro amor, y también crecemos en el amor. Y Dios no será «superado»; la remuneración de nuestra inversión será una vida de esperanza y de importancia, basada en la presencia de Dios y el conocimiento de que él nos ama y tiene al mundo en sus manos, incluso cuando el mal parece abundar.
Estas semanas entre el final de la temporada de Navidad y el comienzo de la Cuaresma son parte de lo que la Iglesia en su año litúrgico llama «tiempo ordinario». Las presiones y obligaciones de la vida pueden parecer, a veces, más un desierto que un mar seco —gris y vacío de cualquier satisfacción mayor. Por lo tanto nos enfrentamos a una opción; podemos crecer cada día más fatigados y soportar los desafíos rutinarios de estas semanas «ordinarias» como una carga, o podemos marcarlos con belleza, todos los días, volviendo nuestros corazones voluntariamente a Dios en oración silenciosa.
Lo que me lleva, en una manera indirecta, a la posdata de esta columna. Dije hace un momento que mi amigo de Nueva York ha estado 40 años llevándole seis rosas a su esposa casi cada día de pago –a veces tres rojas, a veces tres de color de rosa, pero siempre tres blancas. El secreto es que a su esposa realmente no le gustan las rosas blancas. Pero a ella le encanta recibirlas, porque –incluso después de 40 años de vida matrimonial con todas sus alegrías y disgustos, o mejor dicho, por ellos, ella lo quiere mucho a él.
Tal como con las personas que amamos, así es con Dios; Dios no necesita nuestros dones, ni nuestras oraciones ni nada en absoluto de nosotros. Pero como cualquier otro buen padre —y él es nuestro Padre— él quiere mucho a los hijos que deciden pasar su tiempo con él.
Sólo un pensamiento para las próximas semanas.
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