Columna del Arzobispo Chaput edición especial: ¿A dónde vamos a partir de aquí? Por qué no podemos esperar por la reforma migratoria por el Reverendísimo José Gómez, Arzobispo de Los Ángeles

El 8 de marzo, hablando ante una conferencia del Instituto Napa en Washington, D.C., el arzobispo de Los Ángeles, José Gómez, pronunció una de las conversaciones más convincentes y sensatas en la memoria reciente sobre nuestros actuales dilemas de inmigración. Aliento firmemente a los sacerdotes y a personas en toda la región de Filadelfia para que lean, compartan, reflexionen y hagan sus propias convicciones sobre lo que el Arzobispo Gómez expresa en estos pensamientos. Le doy mi espacio en la columna esta semana para ayudar a alcanzar ese objetivo.

+ Charles J. Chaput, O.F.M. Cap.
Arzobispo de Filadelfia

Amigos míos,

Gracias por su calurosa bienvenida. Es maravilloso estar con ustedes. Me siento honrado por haber sido invitado a hablarles hoy acerca de este tema.

La inmigración es algo muy cercano a mi corazón y los inmigrantes siempre han sido el centro de mi ministerio durante los casi 40 años que llevo como sacerdote y ahora como obispo.

La inmigración es también algo profundamente personal para mí. Yo nací en Monterrey, México y llegué a este país como inmigrante. Tengo parientes que han estado viviendo en lo que ahora es Texas desde 1805, cuando este territorio estaba todavía bajo el dominio español. De modo que mis raíces de inmigrante datan de larga fecha. A la fecha, he sido un ciudadano estadounidense naturalizado durante más de 20 años.

Amo este país y creo en el lugar providencial que Estados Unidos tiene en la historia. Me siento inspirado por el compromiso histórico que esta nación tiene, de compartir los frutos de nuestra libertad y prosperidad y de abrir los brazos para acoger al extranjero y al refugiado.

Y sé que no soy el único en sentir que nuestro maravilloso país ha perdido el camino en este tema de la inmigración. En mi opinión, la inmigración es lo que pone a prueba los derechos humanos de nuestra generación.

Está de sobra decir que ustedes invitaron hoy aquí a un pastor, no a un político. Siento un gran respeto por la vocación de la política. Es un llamado noble, una vocación a servir a la justicia y al bien común.

Un pastor adopta un enfoque diferente con respecto a las “realidades” políticas.

Para mí, la inmigración tiene que ver con la gente, no con la política. Para mí, detrás de cada número hay un alma humana con su propia historia. Un alma, creada por Dios y amada por Dios. Un alma que tiene una dignidad y un propósito dentro de la creación de Dios. Todo inmigrante es un hijo de Dios. Es alguien, y no algo.

En la Iglesia, decimos, ¡Somos familia! Los inmigrantes son nuestra familia. Nosotros decimos: “En las buenas y en las malas”. Siempre permanecemos juntos.

Nunca podemos abandonar a nuestra familia. Por eso la Iglesia siempre ha estado en el centro de nuestros debates sobre la inmigración. Y siempre lo estará. No podemos dejar sola y sin voz a nuestra familia.

En términos prácticos, no hay ninguna otra institución en la vida estadounidense que tenga más experiencia cotidiana con los inmigrantes —a través de nuestras organizaciones benéficas, de nuestros ministerios, de nuestras escuelas y parroquias— que la Iglesia Católica.

Y hay una sencilla razón para eso. Los inmigrantes son la Iglesia.

La Iglesia Católica en este país siempre ha sido una Iglesia inmigrante. Así como Estados Unidos ha sido siempre una nación de inmigrantes, una nación que florece gracias a la energía, a la creatividad y a la fe de los pueblos provenientes de todos los rincones del mundo.

En Los Ángeles, que es de dónde vengo hoy, tenemos cerca de 5 millones de católicos, que provienen de todas partes del mundo, de toda raza y nacionalidad y de todo origen étnico. Cada día realizamos nuestro ministerio en más de 40 idiomas diferentes. Es algo asombroso.

También debería agregar que entre mis fieles de Los Ángeles contamos aproximadamente con 1 millón de personas que viven en este país sin autorización o documentación.

Entonces, estas cuestiones sobre la inmigración adquieren una cierta urgencia diaria para mí. Hace unos cuantos años, escribí un pequeño libro en el cual traté de reflexionar sobre algunas de estas cuestiones. El libro se llama “La inmigración y el futuro de Estados Unidos”.

Y quiero hacer precisamente eso hoy. Quiero compartir mi perspectiva acerca del punto en que nos encontramos en este momento, porque espero que estemos en un nuevo momento, a partir del cual podamos empezar a hacer verdaderos progresos al abordar estas cuestiones referentes a la inmigración y a nuestra identidad nacional.

Así que quiero empezar hablando sobre la realidad actual de la inmigración en nuestro país, sobre el “rostro humano” de la inmigración.

A continuación, quiero hablar, específicamente, de lo que creo que es el tema moral más importante, es decir, sobre la manera en la que debemos responder a los 11 millones de indocumentados que viven dentro de nuestras fronteras. Quiero proponer una solución para eso hoy.

Y, finalmente, quiero hablar acerca la inmigración y del “futuro de Estados Unidos”.

Así que ese es mi esquema. Comencemos.

  1. El rostro humano de la inmigración

Muchas veces antes, a lo largo del curso de nuestra historia, nuestro país se ha visto dividido por el tema de la inmigración.

Somos una nación de inmigrantes, es cierto. Pero la inmigración a este país nunca ha sido fácil. Las nuevas nacionalidades y grupos étnicos rara vez han sido acogidos con los brazos abiertos.

La verdad es que con cada nueva ola de inmigrantes han llegado también la sospecha, el resentimiento y la reacción de rechazo. Piensen en los irlandeses, en los italianos, en los japoneses. No es diferente a lo que sucede con respecto a los inmigrantes actuales. Necesitamos mantener ante nuestros ojos esa perspectiva.

Pero también es cierto que hoy en día nuestra política está más dividida de lo que puedo recordar que haya estado antes. Parece que hemos perdido la capacidad de mostrar misericordia, de ver al “otro” como un hijo de Dios. Y, por lo mismo, estamos dispuestos a aceptar injusticias y abusos que nunca deberíamos aceptar.

Eso es lo que ha sucedido con la inmigración.

Por nuestra inacción e indiferencia hemos creado una callada tragedia en el área de los derechos humanos que está manifestándose en comunidades de todas partes de este gran país.

Hay ahora una vasta subclase que ha crecido a los márgenes de nuestra sociedad. Y, como sociedad, parece que lo hemos aceptado. Tenemos millones de hombres y mujeres que viven como siervos perpetuos, que trabajan por salarios bajos en nuestros restaurantes y en nuestro campo; en nuestras fábricas, jardines, casas y hoteles.

Estos hombres y mujeres no tienen seguridad ante la enfermedad, la discapacidad o la vejez. En muchos casos ni siquiera pueden abrir una cuenta de cheques u obtener una licencia de conducir. Prestan sus servicios como nuestras nanas y niñeras. Pero sus propios hijos no pueden obtener trabajo o ir a la universidad porque fueron traídos ilegalmente a este país por sus padres.

En este momento, lo único que tenemos que se asemeja a una “política” de inmigración nacional es algo que está completamente enfocado a deportar a estas personas que están dentro de nuestras fronteras sin los documentos adecuados.

A pesar de lo que escuchamos en los principales medios de comunicación, las deportaciones no empezaron con esta nueva Administración. Hemos estado necesitando una moratoria para las deportaciones de inmigrantes no violentos durante casi una década.

El presidente anterior hizo más deportaciones que nadie antes en la historia de Estados Unidos: deportó a más de 2,5 millones de personas en ocho años.

La triste verdad es que la gran mayoría de aquellos a los que estamos deportando no son criminales violentos. De hecho, hasta una cuarta parte de aquellos a quienes nuestro gobierno está capturando y sacando de hogares ordinarios son madres y padres de familia.

Necesitamos recordar eso. Cuando hablamos de la deportación como una política, hay que recordar que estamos hablando de almas, y no de estadísticas.

Nadie discute el hecho de que debemos deportar a los criminales violentos. Nadie lo hace. La gente tiene derecho a vivir en vecindarios seguros. Pero, ¿qué propósito de la política pública se está atendiendo al privar de su papá a una pequeña, o al despojar de su mamá a un pequeño?

Esto es lo que hemos estado haciendo todos los días. Estamos rompiendo familias y castigando a los niños por los errores de sus padres.

La mayoría de los 11 millones de indocumentados han estado viviendo en este país durante 5 años o más. Dos tercios han estado aquí durante una década por lo menos. Casi la mitad están viviendo en sus hogares, con su cónyuge y sus hijos.

Así que lo que eso significa es que cuando se tiene una política que sólo se refiere a las deportaciones, sin atender a reformar el sistema de inmigración subyacente, lo que se ocasiona es una pesadilla de los derechos humanos.

Y eso es lo que está sucediendo en las comunidades de todo el país.

Podría estar todo el día contándoles historias de mi ministerio en Los Ángeles. En nuestras escuelas católicas tenemos niños que no quieren salir de sus casas por la mañana porque tienen miedo de que cuando regresen se van a encontrar con que sus padres han desaparecido, han sido deportados.

Y como pastor, no pienso que sea una respuesta moral aceptable el decir, “ni modo, es su propia culpa”, o “esto es lo que les pasa por romper nuestras leyes”.

Ellos siguen siendo personas, siguen siendo hijos de Dios, a pesar de lo que hayan hecho mal.

Y cuando uno mira a los ojos de un niño cuyo padre o madre ha sido deportado —y yo he tenido que hacerlo con más frecuencia de lo que quisiera— uno se da cuenta de lo inadecuadas que son nuestras excusas.

Amigos míos, hay aquí un papel importante qué desempeñar para ustedes y para mí, para todos los que creemos en Dios. Porque nosotros somos los que sabemos que Dios no nos juzga de acuerdo a nuestras posturas políticas.

Como bien sabemos, Jesús nos dice que seremos juzgados por nuestro amor, por nuestra misericordia. La misericordia que esperamos de Dios, tenemos que practicarla con los demás. Jesús dijo: “Yo fui un extranjero”, un inmigrante. Él no hizo distinciones entre lo legal y lo ilegal.

Tenemos que ayudar a nuestro prójimo a ver que las personas no dejan de ser humanas, que no dejan de ser nuestros hermanos y hermanas simplemente por el hecho de tener un estatus migratorio irregular.

No importa cómo hayan llegado aquí, no importa qué tan frustrados estemos con nuestro gobierno, no podemos perder de vista su humanidad sin perder también la nuestra.

Esto me lleva a mi segundo punto: ¿qué podemos hacer acerca de los 11 millones de personas que están aquí sin autorización?

  1. Los 11 millones

Amigos míos, debimos haber abordado este asunto hace mucho. Aquí, nuevamente, tenemos un papel importante qué desempeñar como hombres y mujeres de fe. Hemos de ayudar a nuestros líderes a encontrar una solución que sea realista, pero a la vez también justa y compasiva.

Con eso en mente, quiero compartirles lo que, como pastor, pienso sobre este tema.

Estos 11 millones de indocumentados no llegaron de la noche a la mañana. Es más bien algo que sucedió a lo largo de los últimos 20 años. Y sucedió porque nuestro gobierno —en todos sus niveles— falló en su obligación de hacer cumplir nuestras leyes de inmigración.

Esta es una verdad difícil que tenemos que aceptar. Somos una nación fundamentada en sus leyes. Pero durante muchos años y por muchas razones, nuestra nación optó por no hacer cumplir nuestras leyes referentes a la inmigración.

Por supuesto, eso no justifica que la gente rompa estas leyes. Pero explica por qué las cosas llegaron a este nivel.

El gobierno y los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley estuvieron evitando abordar el problema porque las empresas estadounidenses exigen mano de obra “barata” y abundante.

Ahora bien, yo creo firmemente en la responsabilidad personal y en que hay que rendir cuentas. Pero tengo que preguntar por qué a los únicos a quienes estamos castigando es a los trabajadores indocumentados mismos, a padres y madres de familia ordinarios que llegaron aquí buscando una vida mejor para sus hijos.

¿Por qué no estamos castigando a los negocios que los contrataron, o a los funcionarios del gobierno que no hicieron cumplir nuestras leyes? Eso es algo que sencillamente no me parece bien.

¿Y nosotros? Me parece que compartimos también alguna responsabilidad en esto. Todos nosotros “nos beneficiamos” todos los días de una economía construida sobre mano de obra indocumentada. Estas son las personas que limpian nuestras oficinas, que construyen nuestros hogares y que cosechan los alimentos que comemos.

Hay mucha culpa qué asumir. Y eso significa que hay muchas oportunidades de mostrar misericordia. La misericordia no es la negación de la justicia. La misericordia es la cualidad con la cual demostramos nuestra justicia. La misericordia es la manera en la que podemos avanzar.

No estoy proponiendo que “perdonemos y olvidemos”. Los que están aquí sin autorización han violado nuestras leyes. Y lo que manda la ley debe ser respetado. Así que debe haber consecuencias para quienes rompen nuestras leyes.

Actualmente, hemos hecho de la deportación una especie de “sentencia obligatoria” para cualquier persona que sea encontrada sin los documentos adecuados. No estamos interesados en circunstancias atenuantes o en tener en cuenta los “casos difíciles”. Puede que la inmigración ilegal sea el único crimen para el cual no toleramos acuerdos con la fiscalía o sentencias menores.

Pero tampoco creo que eso sea justo.

¿Por qué no exigimos que los indocumentados paguen una multa, que presten servicio a la comunidad? Deberíamos pedirles que comprueben que tienen un trabajo, que están pagando impuestos y que están aprendiendo inglés.

Esto me parece un castigo justo.

Pero además del castigo, tenemos que ofrecerles alguna claridad sobre sus vidas, alguna certeza acerca cuál es su estatus al vivir en este país.

La mayoría de los indocumentados que son padres y madres de familia tienen hijos aquí que son ciudadanos de este país. Deberían poder criar a sus hijos en paz, sin el temor de que un día cambiemos de opinión y los deportemos. Por lo tanto, necesitamos establecer para ellos alguna forma de “normalizar” su estatus. En lo personal, creo que debemos darles la oportunidad de convertirse en ciudadanos estadounidenses.

Actualmente se está experimentando mucho miedo y frustración en este país. Y puedo entender por qué parte de esto se ha enfocado en personas desconocidas que han llegado a causa de un sistema de inmigración defectuoso. Pero también quiero sugerirles lo siguiente: tal vez necesitemos de esta nueva generación de inmigrantes, tal vez necesitemos que sean nuestros vecinos, nuestros amigos, para ayudarnos a renovar el “alma” de nuestra nación.

Podemos así alcanzar un equilibrio entre la ley y el amor.

Los inmigrantes que conozco son personas que tienen fe en Dios, que aman a sus familias y que no tienen miedo del trabajo duro ni del sacrificio.

La mayoría han venido a este país por las mismas razones que siempre han movido a los inmigrantes a venir a este país: para buscar refugio contra la violencia y la pobreza; para buscar una vida mejor para sus hijos. Este es el tipo de gente que deberíamos querer para que sean nuevos estadounidenses. Este es el tipo de personas que deberíamos querer que se unan a nosotros en la obra de reconstrucción de este magnífico país.

Y eso me lleva a la conclusión a la que quiero llegar. Quiero ofrecerles algunas reflexiones acerca de nuestra “historia” como estadounidenses.

  1. La inmigración y el futuro de Estados Unidos

He estado tratando de hablar de manera práctica y realista sobre los desafíos morales que enfrentamos respecto al tema de la inmigración.

Porque, mis queridos amigos, realmente creo que podemos reformar nuestro sistema de inmigración y encontrar una solución compasiva para los que son indocumentados y están obligados a vivir en las sombras de nuestra sociedad. Esto es algo que está a nuestro alcance.

Pero también creo que hemos de reconocer que la inmigración es más que un conjunto de políticas específicas.

He llegado a pensar que, en última instancia, la inmigración es una cuestión acerca de Estados Unidos. ¿Qué es Estados Unidos? ¿Qué significa ser un estadounidense? ¿Quiénes somos como pueblo y cuál es la misión de este país en el mundo?

La inmigración se encuentra enclavada en el corazón de la identidad de Estados Unidos y en nuestro futuro como nación.

Creo que debemos comprometernos con la reforma migratoria que es parte de una renovación más integral del espíritu estadounidense y que nos proporciona un nuevo sentido de nuestro propósito e identidad nacional.

Y creo que la nueva concientización debe empezar aquí, en Washington, D.C.

Justo al final de la calle en la que estamos hoy, un poco más adelante, yendo por la avenida Pennsylvania, está el edificio del Capitolio de nuestra nación. Ahí dentro se encuentran las estatuas de tres sacerdotes católicos: San Damián de Molokai, San Junípero Serra, y el Padre Eusebio Kino. Hay también una estatua de una religiosa, la Madre José, de las Hermanas de la Providencia.

Es interesante. Todos ellos eran inmigrantes, todos ellos fueron misioneros.

Ahora bien, San Junípero Serra era un hispano, un inmigrante de España, que pasó a través de México. Él fue uno de los fundadores de Los Ángeles.

En un tiempo en el que muchos negaban la “humanidad” de los pueblos indígenas, el Padre Junípero redactó una “carta de derechos” para ellos. Escribió esa “declaración de derechos” tres años antes de la Declaración de Independencia de Estados Unidos.

La mayoría de los estadounidenses de hoy no lo saben, pero el Papa Francisco lo sabía. Por eso canonizó a San Junípero justo aquí, en Washington, D.C., hace un par de años.

El Papa Francisco dijo que San Junípero era uno de los “padres fundadores” de este país. Y sin embargo, la mayoría de nosotros no lo consideramos como parte de la historia de Estados Unidos. Deberíamos hacerlo. Si tomáramos en serio esto, cambiaría la forma en la que entendemos la historia, la identidad y la misión de nuestro país.

Y ese es el pensamiento que quiero dejarles hoy.

Cada pueblo tiene una historia que narra cómo fueron sus comienzos. Una historia que aclara de dónde vinieron y cómo llegaron aquí. Esta “historia de los orígenes” les ayuda a entender quiénes son como pueblo.

Actualmente, la historia que contamos acerca de Estados Unidos comienza aquí en la costa este del país, en Washington, Nueva York, Jamestown, Boston, Filadelfia. Recordamos el primer Día de Acción de Gracias, la Declaración de Independencia, la Guerra Revolucionaria.

Esa historia no está equivocada. Sólo que no es completa.

Y como no es completa, da la impresión distorsionada de que Estados Unidos fue fundado como un proyecto de los europeos occidentales exclusivamente.

Esto nos hace suponer que sólo los inmigrantes de esos países “pertenecen” realmente aquí y pueden pretender ser llamados “estadounidenses”.

Esta lectura errónea de la historia tiene obvias implicaciones para nuestros debates actuales.

Escuchamos constantemente advertencias de los políticos y de los medios de comunicación, que dicen que la inmigración de México y América Latina está cambiando de alguna manera nuestra “identidad” y “carácter” estadounidenses.

Cuando escucho estos argumentos, pienso: ¿de qué identidad estadounidense estamos hablando?

Ha habido una presencia e influencia hispana en este país desde el principio, desde unos 40 años después de Cristóbal Colón.

La verdad es que mucho antes de Plymouth Rock, mucho antes de George Washington y de las 13 colonias; mucho antes de que este país tuviera incluso un nombre, ya había aquí misioneros y exploradores, provenientes de España y de México y ellos asentaron las comunidades de los territorios de lo que ahora son Florida, Texas, California y Nuevo México.

Los primeros asiáticos, provenientes de Filipinas, empezaron a llegar a California cerca de 50 años antes de que los peregrinos llegaran a Plymouth Rock.

Algo en lo que deberíamos pensar es que la primera lengua no indígena que se habló en este país no fue el inglés. Fue el español.

Nada de esto excluye el hecho de que las leyes, las instituciones y las tradiciones culturales de los Estados Unidos fueron definidas y modeladas por nuestros antepasados europeos que eran anglosajones y protestantes.

Pero ya no podemos permitirnos contar una historia de Estados Unidos que excluya la rica herencia de los latinos y de los asiáticos. Ese tipo de historia no puede unirnos ni ser una fuente de inspiración para nosotros en este país nuestro, que está en proceso de cambio.

Entonces, amigos míos, creo que tenemos que adoptar una nueva narrativa nacional, una nueva memoria patriótica.

Necesitamos una historia de nuestras raíces espirituales, una historia que honre tanto nuestros orígenes misioneros e inmigrantes en los hispanos católicos en el Sur y en el Oeste, como una historia que honre a los fundadores protestantes europeos que se establecieron en el norte y en el este.

Tenemos que contar la historia de San Junípero Serra y de Thomas Jefferson.

Tenemos que contar una nueva historia que sea una fuente de inspiración para una nueva generación, para ayudarla a desempeñar la misión providencial que Estados Unidos tiene.

Estados Unidos siempre ha sido una nación de inmigrantes con alma misionera. Nuestros fundadores soñaron con una nación en la que hombres y mujeres de todas las razas, religiones y antecedentes culturales pudieran vivir en igualdad, como hermanos y hermanas, como hijos del mismo Dios.

La visión universal de ellos ayudó a hacer de ésta, una gran nación, bendecida con la libertad, la bondad y la generosidad, y comprometida en compartir nuestras bendiciones con toda la raza humana.

Eso es lo que está en juego en nuestro debate sobre la inmigración: el futuro de esta hermosa historia estadounidense. Nuestro debate nacional es realmente una gran lucha por el espíritu estadounidense y por el alma estadounidense. La forma en la que respondamos es lo que dará la medida de nuestro carácter y de nuestra conciencia nacional en esta generación.

Gracias por permitirme compartir mis reflexiones con ustedes hoy. Que Dios los bendiga a ustedes y a sus familias y que Dios bendiga a este magnífico país.


 

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